Synthesis, vol. 29, no. 2, e123, agosto 2022-enero 2023. ISSN 1851-779X
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios Helénicos

Artículos

La determinación exógena del comentario sobre el arte: teoría del conocimiento, teoría del lenguaje y teoría política en Platón

Roberto Chuit Roganovich

Instituto de Humanidades (IDH) / CONICET / Escuela de Letras, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Cita recomendada: Chuit Roganovich, R. (2022). La determinación exógena del comentario sobre el arte: teoría del conocimiento, teoría del lenguaje y teoría política en Platón. Synthesis, 29(2), e123. https://doi.org/10.24215/1851779Xe123

Resumen: En el presente trabajo intentaremos rastrear el conjunto de herramientas categoriales que contribuyeron a la definición temprana de la disciplina de la crítica de las obras de arte. En este punto, el concepto clave que nos interesa recomponer es el de mímesis y representación, espacio teórico fundamental en el tratamiento de la problemática del arte en la antigüedad y en la filosofía medieval. En principio abordaremos el problema desde tres espacios de producción de sentido: la teoría del conocimiento, la teoría del lenguaje y la teoría ético-política. En una segunda instancia intentaremos abordar en conjunto el diálogo que se establece entre estos tres espacios de saber para volver visible el tipo de influencia que la filosofía ha ejercido en la crítica y la teoría literaria.

Palabras clave: Mímesis, Epistemología, Representación, Literatura, Platón.

The Exogenous Determination of Commentary on Art: Theory of Knowledge, Theory of Language, and Political Theory in Plato

Abstract: In the present work we will try to trace the set of categorical tools that contributed to the early definition of the discipline of art criticism. At this point, the key concept that we are interested in recomposing is that of mimesis and representation, a fundamental theoretical space in the treatment of the problems of art in antiquity and in medieval philosophy. In principle, we will approach the problem from three spaces of the production of meaning: the theory of knowledge, the theory of language and the ethical-political theory. In a second instance we will try to jointly address the dialogue that is established between these three spaces of knowledge to make visible the type of influence that philosophy has exerted on criticism and literary theory.

Keywords: Mimesis, Epistemology, Representation, Literature, Plato.

1. Problema

Es posible demostrar que, hasta el momento en el que la filosofía moderna inauguró el pensamiento de las esferas, el arte fue un espacio co-determinado desde diferentes campos del saber. Las aristas de esta hipótesis de lectura, que tendremos tiempo de evaluar a lo largo de este trabajo, implican, grosso modo, que la ‘especificidad’ de la literatura, que su propia funcionalidad y su propio fin, que sus características esenciales en tanto que práctica y fenómeno, no serán durante todo este período discusiones albergadas en el seno mismo del ‘campo del arte’ sino en otros espacios de la producción de conocimiento. Así las cosas, vedada cualquier forma de emancipación efectiva (autonomía de la práctica artística y de su auto-reflexión, autonomía de sus formas, de sus temas, etcétera), encontramos que hasta que la Estética no se desarrolle estrictamente como disciplina, toda forma del arte estará siempre ‘determinada exógenamente’ por la fuerza epistémica del trabajo conjunto de tres espacios de la filosofía occidental: la teoría del conocimiento, la teoría de lenguaje y la teoría ético-política.

Aquí valen dos aclaraciones esenciales. La primera, de corte teórico, va a funcionar como horizonte hipotético: creemos que en la distancia entre el arte y el discurso ‘acerca’ del arte se juega el régimen de libertad y de autonomía relativa de toda práctica artística; esto es, que en la distancia que se establece entre el arte y el conjunto de discursos que aparecen como su adenda, se puede observar en qué medida el arte se ha mostrado o no para la filosofía como un campo autónomo, condición necesaria para una disciplina también autónoma acerca del arte (es decir, una teoría de lo literario). En este marco, se vuelve evidente que lo que nos interesa abordar es menos el arte y su historia (la historia de sus formas, de sus temas) cuanto los discursos que la han tomado como objeto de su análisis. La segunda, de neto corte metodológico, va a ordenar el proceso de trabajo: estos tres campos del saber —la teoría del conocimiento, la teoría del lenguaje y la teoría ético-política— no han tenido jamás una identidad monádica, una presentación ‘pura’ sin ningún tipo de relación entre en sí; si reconocemos en ellos, sin embargo, cierto rasgo de especificidad extensamente identificable y delimitable, no es sino en el estricto marco del abordaje analítico. Así, nuestra labor consiste en ensayar la reconstrucción de esos tres espacios de conocimiento, por un lado, y el régimen de injerencia —tanto en su individualidad como en su relación conjunta— en el discurso acerca del arte, por otro.

2. Representación

La discusión acerca del arte en los tiempos clásicos y medievales nos puso siempre frente al juego co-determinado y simbiótico de un par conceptual que incluso hasta el día de hoy sigue dando que hablar: el par forma/contenido, forma/fondo, verba/res. Es indiscutible que cualquier forma de reconstrucción histórica o epistemológica de la ‘problemática’ (Althusser, 2015) —de la discusión ‘sobre’ el arte, sobre su especificidad, sobre su práctica, sobre su dinámica discursiva— requiere obligatoriamente la revisión detenida y sistemática de este binomio categorial. A pesar de eso, e independientemente de la instancia analítica a la que ahora nos abocamos, encontrar en la tradición del ‘discurso-acerca-de-lo-literario’ tendencias de cabo a rabo formalistas o de cabo a rabo ‘contenidistas’ es un imposible: la pretendida autonomía teórica de estos discursos solo se nos muestra como un ejercicio teórico y no como una realidad efectiva, de modo que frente a lo que nos encontramos no es a dos tradiciones en su estado puro y siempre idénticas a sí mismas, sino más bien frente a ‘un régimen de gradaciones’ que requiere de toda nuestra atención.

En el marco de esta aclaración, y sin caer en una perspectiva maniqueísta, creemos que toda vez que la discusión acerca de la especificidad de la literatura reparó menos en sus formas discursivas (por ejemplo, en el ‘uso’ específico que hace de la lengua, en el ordenamiento de sus componentes internos, en sus formas retóricas) que en su fondo —es decir, el plano de su sentido—, el problema de la ‘representación’ se volvió determinante. Hasta bien entrada la modernidad, pues, y para el caso que nos compete, la discusión acerca de la especificidad de la literatura —toda vez que no estuvo mediada por una marcada tendencia formalista, repetimos, toda vez que no estuvo determinada por el análisis y el estudio de las formas específicas a través de las cuales el lenguaje es usado para ‘producir’ literatura—, reposó históricamente en la reflexión acerca de su contenido; es decir, en la pregunta por ‘aquello’ de lo que la literatura ‘hablaba’, por ‘aquello’ que la literatura decía ‘sobre’ el mundo.

3. Mímesis

En Historia de la crítica literaria (2002, p. 60), Viñas Piquer afirma:

Ya sea desde la perspectiva platónica o desde la aristotélica, lo cierto es que la concepción de la poesía como mímesis será absolutamente determinante para la historia de la literatura. De hecho, hasta el siglo XVII no surgirá una poética no mimética, basada en una concepción de reinos imaginarios como mundos posibles.

El concepto de mímesis —siempre en aquella parte de él que refiere al arte— es un concepto complejo cuyo sentido ha variado a lo largo del tiempo. Si bien un repaso exhaustivo de esta historia no es el objeto de nuestro trabajo, es necesario, al menos de forma sucinta, dar cuenta de algunas de sus particularidades.

Al menos durante el período clásico el concepto de mímesis tomó diferentes acepciones. Según Tatarkiewicz en Historia de seis ideas (2001) estas acepciones pueden ser agrupadas alrededor de cuatro tendencias: la ritualista (referida a la ‘expresión’ durante las liturgias), la de Demócrito (que trabaja sobre la imitación de los procesos propios de la naturaleza), la platónica (donde la mímesis sería nada menos que la copia de la realidad) y la aristotélica (en donde el concepto ya cobra un carácter más específico y comienza a referir a los procesos mediante los cuales una obra se crea libremente tomando como base los elementos de la naturaleza). A pesar de que Cicerón, de gran influencia entre sus contemporáneos, hubiera de refrendar unos siglos más tarde la concepción aristotélica según la cual el arte es el libre juego del artista sobre la base de la naturaleza (vincit imitationem veritas), lo cierto es que la concepción platónica clásica fue la que tuvo un mayor nivel de pregnancia histórica. Así lo vemos en Tomás de Aquino, que afirma que el arte imita a la naturaleza (ars imitatur naturam), en ciertos autores del Renacimiento (como Ghiberti, Alberti y Da Vinci) e incluso en algunos exponentes de la filosofía, como Vico, que afirmó en su Scienza nuova que la poesía no era más que imitación (non essendo altro la poesía che imitazione).

Vemos entonces que bien el problema de la ‘mímesis’ suponga la reproducción del mundo externo (mediante la expresión litúrgica), bien la imitación de la naturaleza o bien la copia de la apariencia de las cosas (Sócrates) —concepto que más tarde desarrollarían de forma diversa Platón y Aristóteles—, todo parece indicar que para los clásicos entre el arte y la naturaleza sucedía ‘algo’. Ahora bien, en este contexto, el discurso de la literatura (que espontáneamente tendería a ‘re-concretizar’ (Althusser, 2015) la naturaleza a través de la técnica artística) viene siempre acompañado, y menos por la voluntad del poeta que por la voluntad de la filosofía, de la reflexión acerca ‘de qué tipo o qué parte de la Naturaleza es la que merece ser representada o imitada por el arte’.1

Esto supone que, en primera instancia y al menos para la filosofía clásica y parte de la medieval y renacentista, el arte no sería necesariamente aquella práctica, aquel saber que, en el recinto de su propia identidad, de su propia autorreflexión y ‘circularidad mimética’, produciría obras ex nihilo. Por el contrario, y esta es la segunda implicancia, el arte no sería nada más que un elemento subordinado a otro —la Naturaleza— que de forma externa le da su regla.

Vemos así que la discusión acerca de la ‘direccionalidad’ de la representación en el arte estuvo signada por el concepto de la ‘adecuación’ de la obra a lo real, incluso aun cuando se distinguiese en el arte la posibilidad de superar a la naturaleza. Todo sucede entonces como si para los clásicos, para los filósofos de la Edad Media, pero también para los artistas del Renacimiento, el arte tendiese de forma espontánea a asir aquello que lo excede, a aquello que no lo compone en forma estricta pero que aun así le da su regla, en otras palabras, como si el arte pudiese volverse tal solo a condición de funcionar como adenda explicativa de un mundo externo difuso y enmarañado.

Así, la capacidad imitativa de la literatura, esto es, el nivel de adecuación de su discurso a la Naturaleza, se convertirá en el primer rasgo discriminatorio de la propia calidad del arte. Y aquí nuestro problema empieza a vislumbrarse. Y esto es así porque, si en efecto entre el arte y la naturaleza sucede ‘algo’ es porque, en algún punto, el trabajo de representación en el arte se movería en y hacia una ‘direccionalidad’ centrífuga que intentaría volver concreta la abstracción realizada sobre el concreto de la naturaleza (Althusser, 2015); y esta particularidad no solo le quitaría la posibilidad al arte de establecerse como una práctica relativamente autónoma —o al menos una forma de autonomía autotélica a la manera aristotélica— sino que además volvería a su propio estatuto ontológico un estatuto de sub-alternidad con respecto a la ‘fidelidad de la adecuación’ de su discurso con respecto al mundo.

Tenemos entonces que en los textos clásicos acerca de la literatura el concepto de representación y de mímesis no solo funcionan como el motivo prescriptivo que delimita el campo de ‘lo literario’ sino también como el dispositivo teórico a partir del cual se lo piensa. Para decirlo de forma más clara: la literatura —siempre según los textos que hablan de ella— no solo se construiría como tal en relación al objeto de su representación, sino que también se catalogaría a partir de él. Aquí, el régimen de la representación no se presentaría solo como el estatuto ontológico del arte sino también como su raison d’être. Dentro de ese panorama, lo real —es decir, la Naturaleza, la conducta de los hombres y todo aquello que en principio el arte vendría a representar— funciona de forma simultánea como la materialidad obligatoria a partir de la cual el arte realiza su práctica y como el punto de fuga con respecto al cual toda obra de arte debe ser cotejada. Así, la ‘especificidad’ y la ‘direccionalidad’ de una obra literaria (su carga teleológica, por decirlo de forma vaga) se vuelven idénticas, lo que hace de la literatura una ‘exterioridad pura’; así también, el rasgo de la especificidad de la literatura (es decir, su estatuto ontológico sumado a su dinámica funcional) se vuelve, al mismo tiempo, el elemento de su propio análisis.

Ahora bien, las ‘exterioridades’ puras que serían en principio el arte y la literatura como disciplinas no toman como elemento determinante de su propia práctica una, valga la redundancia, ‘exterioridad pura’. La ‘totalidad expuesta’ —al decir althusseriano— que sería la Naturaleza es menos un conjunto de datos que un aparato abstracto conformado por la filosofía. De este modo, la naturaleza que el arte pretende imitar (concepto en el que se engloba también las ideas y las conductas de los hombres) es menos la naturaleza de lo “real-histórico inaprensible” cuanto la “Naturaleza ‘de (según)’ los filósofos”. Nuestra hipótesis es que independientemente de aquello que sea el ‘ser’ de lo literario —es decir, evitando por momento los pormenores de la discusión y aceptando que es literario todo aquello que en algún momento una cultura en particular consideró como tal—, el discurso filosófico que ha tomado a la literatura como objeto de su trabajo no solo ha intentado caracterizarla sino también, y este es el punto de nuestro debate, ‘darle su regla’.

En este marco no es descabellado pensar que al menos hasta bien entrada la época moderna, la discusión acerca de la especificidad del discurso literario estuvo unida a la discusión acerca de su ‘funcionalidad’. La funcionalidad aquí no se refiere al mecanismo interno que hace de un texto un texto literario, esto es, no se refiere a los elementos que ‘sostienen’ desde una ‘estructura profunda’ la inteligibilidad del texto ni su coherencia interna (el ‘cómo’ de su ‘funcionar’, sus rasgos de coherencia interna, etcétera). La funcionalidad aquí apunta más bien a la relación que mantiene el texto con el mundo y sus prácticas. Este carácter de ‘direccionalidad’ de la función de la literatura —es decir, el espacio desde donde la literatura procede, pero, sobre todo, el espacio hacia el que la literatura ‘viaja’—, son los límites de la reflexión de la disciplina que conocemos con el nombre de Poética.

4. Racconto

La práctica filosófica desarrolló con respecto al arte una actividad “policíaca” que puede abordarse desde tres planos. Estos tres planos no se encuentran, como dijimos, jamás en una presentación pura de modo que la división que aquí ensayamos es meramente analítica.

El primer plano, que parecería no tener relación alguna con el problema del arte, se refiere a la determinación filosófica de la naturaleza (de aquello que, para la filosofía antigua, ‘es’ y existe por fuera del individuo). Esta naturaleza, que ya no es ‘natural’ sino producida (y que hemos llamado “La Naturaleza ‘de (según)’ los filósofos”), compone en la clave de mosaicos la ‘juntura de cultura’ entre la ‘physis’ y la ‘polis’. En el segundo plano, y en una forma de grado cero de la práctica del arte, podemos decir que la filosofía determinó aquello que efectivamente ‘es’ la literatura: su diferencia con la daiάnoia y el máthema; su especificidad en tanto que “imagen verdadera” (Platón); en suma, su identidad mimética. De forma simultánea pero inversa, la filosofía logró determinar, bajo la forma de la prescripción principista de la Poética, las reglas de la composición de la literatura, de tal modo que lo que se logra instaurar no son sοlo los procedimientos a través de los cuales una obra se compone sino también las reglas de su propio análisis, o para decirlo de otro modo, el rasero analítico y evaluativo (la capacidad y fidelidad de la representación) a partir del cual tal o cual obra debe ser evaluada. En tercera instancia, y en sintonía con las dos anteriores, la filosofía determinó el régimen de ’orientabilidad’ y de ’direccionalidad’ del arte; es decir, aquello que funciona como el espacio hacia cual tiende el arte.

En resumen, identificamos que la filosofía logró determinar —en una forma de relación constrictiva y negándole al arte cualquier expresión de su palabra‘propia’—:

  1. La especificidad de la Naturaleza

  2. La especificidad del arte

  3. Su régimen compositivo

  4. Su régimen de orientabilidad y direccionalidad

  5. Sus reglas de análisis

5. Una teoría del conocimiento

A diferencia de Bayer (Historia de la Estética, 1986), quien considera que toda la filosofía metafísica de Platón debiera, con las debidas precauciones, ser considerada como una estética, nosotros consideramos que en Platón podemos encontrar el comienzo de la pregunta por el arte, es decir, el germen un conjunto de intuiciones que calaron hondo de forma no siempre explícita en los diversos proyectos teóricos que intentaron abordar la literatura. En otras palabras: no nos interesa Platón en tanto, blanco sobre negro y según Bayer, no hablaría de otra cosa más que del arte (fundando en definitiva una disciplina que no se formaliza sino hasta las primeras décadas de la llamada modernidad); nos interesa Platón más bien en cuanto sus intuiciones han sido poco trabajadas por la teoría literaria, y en cuanto su influencia no ha sido, hasta nuestros días, planteada en toda su complejidad.

Nos interesa especialmente el Libro X de la República. El diálogo entre Sócrates y Glaucón comienza así:

  1. —Y es por muchas otras razones por lo que considero que hemos fundado el Estado de un modo enteramente correcto, y puedo decir que esto ocurre sobre todo lo discurrido acerca de la poesía.

  2. —¿A qué te refieres?

  3. —Al no aceptar de ningún modo la poesía imitativa; en efecto, según me parece, ahora resulta absolutamente claro que no debe ser admitida, visto que hemos discernido las partes del alma. (República X, 595a-b)2

La demanda de censura se explicita recién en el libro X de forma clara y taxativa. En un grado tercero de verdad (representación de la representación de la Idea), al arte le correspondería la representación ya no de lo que es ‘tal como es’ sino más bien de lo que parece ‘tal como parece’. El arte “sano” tendería a poner en escena entonces, pero siempre en clave diferida, los rasgos generales de la ‘participación’ de las cosas a las Ideas:

  1. —Estamos de acuerdo en cuanto al imitador. Dime ahora lo siguiente con respecto al pintor: ¿qué es lo que crees que intentará imitar, lo que en cada caso está en la naturaleza o las obras de los artesanos?

  2. —Las obras de los artesanos.

  3. —¿Tal como son o tal como aparecen? Delimita más aún esto.

  4. —¿Qué quieres decir?

  5. —Esto: si contemplas una cama de costado o de frente o de cualquier otro modo, ¿difiere en algo de sí misma, o no difiere en nada, aunque parece diversa? Y lo mismo con lo demás.

  6. —Parece diferir, pero no difiere en nada.

  7. —Examina ahora esto: ¿qué es lo que persigue la pintura con respecto a cada objeto, imitar a lo que es tal como es o a lo que aparece tal como aparece? O sea, ¿es imitación de la realidad o de la apariencia?

  8. —De la apariencia.

  9. —En tal caso el arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas, pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen. Por ejemplo, el pintor, digamos, retratará a un zapatero, a un carpintero y a todos los demás artesanos, aunque no tenga ninguna experiencia en estas artes. No obstante, si es buen pintor, al retratar a un carpintero y mostrar su cuadro de lejos, engañará a niños y a hombres insensatos, haciéndoles creer que es un carpintero de verdad. (República X, 598a-b-c)

La condena platónica no recae sobre la capacidad del arte de dirigir la mirada hacia la Idea, sino por lo contrario, por su presentación despótica, por su pretensión de mostrarse como el facsímil del proceso dialéctico. El problema no es el arte en su operatividad, ni en su mecanismo, sino más bien en su pretensión mimética de generalidad: la ‘apariencia’ de una verdad automática y desnuda, agotable en su “ser-ahí”. La pretensión de la poesía de hacer mostrable una verdad inmediata ‘desvía del desvío’ (Badiou, Pequeño manual de inéstetica, 2010). Si la verdad es posible como encanto de lo verdadero (decimos, como imagen transparente y lúcida) el largo camino ascendente de los particulares al universal modelo (lo que hace posible la definición, como unificación de lo múltiple) sería inútil; si la verdad es posible como imagen (es decir, como sensible), al alma no puede quedarle más que abandonar la posibilidad de llevar a cabo la investigación de (esto es, conocer) la particularidad de la reminiscencia. De forma sucinta: para preservar la potencia de la dialéctica se vuelve necesario condenar, a los ojos de Platón, el efecto de verdad falsario del arte.3

Todo sucede como si Platón reconociese en ‘positividad’ a la poesía imitativa, limitando sin embargo (y en nombre del Estado) su operatividad. El arte no es verdaderamente ser sino ‘verdaderamente imagen’. En tanto el arte es verdaderamente imagen, y no verdaderamente ser, y en tanto la poesía imitativa se pone en acto en simbiosis con la dóxa (siempre de forma analógica y comparativa), entonces la dialéctica no es una tarea (un deber, una empresa) que le corresponda por derecho. A pesar de todo, y es necesario recordarlo, la exclusión de la poesía no radicaría exclusivamente en su estrechez ontológica; radicaría, más bien, en la imposibilidad del arte mimético de ser un pensamiento discursivo —diánoia—, en la imposibilidad de dar cuenta de un pensamiento que ‘deduce y que va más allá’, como el pensamiento matemático (Badiou, 2010).

Aquí nos encontramos, creemos, frente a una presentación muy particular del “mito de la caída” que al menos en su presentación platónica supone el olvido del alma de su breve estancia en el mundo inteligible. Así, el alma vendría a tomar como verdadero aquello que no es sino sombra, copia del mundo supra-celeste. El modelo anterior a toda forma de experiencia empírica es, en el marco de la finitud del hombre, olvidado en nombre de un conjunto de espejismos que, aun siendo ‘verdaderamente’ imagen, no son más que imágenes. El recuerdo verdadero, es decir, la identificación con el camino del conocimiento que permitiría reconstruir este modelo primero, requeriría de otras prácticas que no comparten gestos, modos y esquemas con la práctica del arte. En este panorama, el arte no tendría en absoluto un contenido gnoseológico puesto que no guarda con la verdad más que una relación diagonalizada o lateralizada (la verdad del mundo siempre como realidad exógena); así, el arte, como pura dóxa, eikasía, opinión, conjetura sobre lo mudable, debe ser ‘excluida’, según Platón, del campo del conocimiento.

6. Una teoría de lenguaje

La figura de Platón también nos permite encontrarnos con un conjunto de reflexiones que abordan el problema de la materialidad de la literatura, esto es, el problema de aquel ‘elemento’ indispensable a partir del cual la literatura se constituye como tal: el lenguaje. Al respecto, el diálogo platónico llamado Crátilo es más que elocuente. Según Crátilo, “cada uno de los seres tiene el nombre exacto por naturaleza. No que sea este el nombre que imponen algunos llegando a un acuerdo para nombrar y asignándole una fracción de su propia lengua, sino que todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus nombres” (Platón, Crátilo, 383a).

La concepción platónica del lenguaje compone dos gestos: el primero, extrae al lenguaje de lo que nombra estableciendo un hiato —de a momentos intransitable— entre la palabra y lo real; el segundo, hace del significante un complemento posterior al siempre precedente significado. Ahora bien, si el significado precede a toda forma lingüística es evidente que la relación entre las palabras y las cosas debiera ser en alguna instancia primigenia y natural. En este marco, en cuanto el significado precede siempre al significante, la creación de palabras por mano del nomothétes consiste en darle cuerpo a ese conjunto de cosas e ideas “ya siempre aquí”. El sistema de denominación, puesto que el hombre no es la medida de todas las cosas —y por tanto tampoco la medida de todos los nombres—, no es producto de la cultura. Aquí no habría, según Platón, convención, o al menos no una convención de ‘primer grado’ como defiende Hermógenes en el diálogo. Platón sostendría la idea según la cual la convención lingüística de la comunidad no deriva sino de la legislación primera del onomatourgós, encargado de reponer la ‘vibración’ verdadera que existe entre las cosas del mundo sensible y las ideas que lo representan. En esta perspectiva, la práctica calificadamente ‘nombrante’ es aquella práctica que logra, a partir de la representación y del reconocimiento de la matriz ideal de la cosa, volver visible la semejanza y el régimen de adaptación que existe entre la lengua de los hombres y el mundo. Así, el lenguaje comporta para Platón una función didáctica y cognitiva en la medida en que se haga de él un uso correcto.

La discusión aquí planteada va a replicarse en Roma, habida las distancias, bajo la disputa entre los llamados analogistas y los llamados anomalistas. Será Varrón quien, sin alejarse demasiado de la perspectiva platónica, sostendrá que la lengua, a pesar de tener sus propias reglas, expresa la regularidad del mundo (repitiendo la estructura del significado precedente). El hecho de que el mundo no lingüístico se recomponga también, al menos en abstracto, en el terreno de la lengua, será el trasfondo metafísico sobre el cual se va a desarrollar con suma profundidad la primera disciplina de prescripción formal sobre la lengua, la Gramática. Esta línea se va a reforzar con la perspectiva realista de la filosofía medieval acerca del lenguaje (en especial San Agustín y Scoto) que, habida cuenta de la influencia cristiana y platónica, hará propia la consideración según la cual la lengua significa el mundo mediante su reflejo (speculum), haciendo del foco de su estudio los modos de significar (modus significandi).

Vemos entonces que en una tradición que no sufre interrupciones (y que se desarrollará incluso hasta los tiempos de Cassirer) la lengua como ‘substancia’ ha logrado independizarse de la cosa en el plano de una linealidad epistemológica (el significado precede al significante, sin ser idénticos el uno al otro) pero no así en su régimen de pertenencia (el significante deriva de la Naturaleza y tiende hacia ella). Decimos: en esta tradición la lengua llega a autonomizarse como substancia y como realidad efectiva (como bien querían los nominalistas como Occam), pero no así como ‘práctica libre’. El discurso libre (por llamar de algún modo al espacio que podría contener las expresiones del arte y la poesía) se encontraría en este espacio siempre cercado por la tarea prescriptiva y regulante de la Gramática y la Poética. No es casual que, para Platón, por ejemplo, sea deber del ‘dialéctico’ no solo juzgar el nivel de adaptación que los nombres del onomatourgós guardan respecto a las cosas del mundo sensible sino también en hacer efectiva y operativa esa legislación. En resumen: de nada sirve un nombre justo constantemente mudable, como tampoco de nada sirve un nombre injusto que perdure. En este punto la figura del poeta aparece como espacio problemático: si la práctica del artista difiere en mucho de la legislación conjunta del demiurgo y del filósofo, haciendo cuna más en aquella parte del lenguaje que se reproduce sin regla, el arte se vuelve para Platón, en cuanto no aporta un provecho didáctico ni cognitivo, condenable.

La teoría del lenguaje a la que aquí nos acercamos, subyacente a una tradición central de la historia de la filosofía hasta el quiebre kantiano, va a colocar al arte en la órbita de un mundo ‘ya allí’, que aguarda como en una forma de espera fiduciaria ‘ser nombrado’. En esta perspectiva, en tanto el sentido preexiste a la forma, el lenguaje sería el espacio franco en donde se ‘reflejan’ y entran en diálogo tanto el mundo sensible como el mundo de las ideas.

Aquí, en estas tradiciones naturalistas, anomalistas, conceptualistas, e incluso también en ciertas expresiones del racionalismo, encontramos dos constantes. La primera: si el mundo le da a la lengua su regla, entonces esta regla es demostrable mediante el estudio de la Gramática. La regla de la gramática no sería, en esta perspectiva y en forma estricta, la regla del mundo sino más bien su concepto. Así, toda expresión lingüística es, en extenso, una réplica no del ser de la naturaleza sino de sus modos combinatorios y operacionales. La segunda: la experiencia de la poesía no sería la experiencia al interior de una práctica específica (la práctica literaria) sino más bien una experiencia del diálogo de ‘los reflejos’ del mundo de lo sensible y lo inteligible. Este tapiz que sería el lenguaje, y que también sería la literatura (independientemente de su capacidad didáctica o epistemológica), se conforma incluso también aquí como una ‘exterioridad pura’ que solo muestra aquello que la constituye. La literatura como ‘forma continente’ —es decir, como espacio que contiene un discurso que no le es propio— va a encontrar sus límites ontológicos en el discurso de la filosofía, filosofía que (hasta bien entrado el desarrollo de la Estética) va a cercar ‘tanto su estructura —de mano de la Gramática— como su sentido’ —de mano del examen del nivel de adecuación del discurso literario a lo real—.

7. Una teoría ético-política

Creemos que el problema platónico puede ser enmarcado, de manera muy general, en el espacio que se inaugura por la emergencia de la pregunta por el hombre en detrimento de la pregunta por la physis. De ahí en más, el aporte platónico estaría atravesado, creemos, por el problema de la conformación de las mentes y la educación de los guardianes —y no en estricto por el arte—.4 En este espacio de discusión, Platón insiste en que la “educación de los guardianes” no es una tarea que le corresponda por derecho al arte. Por eso mismo, en el diálogo del décimo libro de la República Sócrates no solo se encarga de excluir a la poesía imitativa de la Academia, sino también del Estado:

  1. —Esto es lo que quería decir como disculpa, al retomar a la poesía, por haberla desterrado del Estado, por ser ella de la índole que es: la razón nos lo ha exigido. Y digámosle, además, para que no nos acuse de duros y torpes, que la desavenencia entre la filosofía y la poesía viene de antiguo. Leemos, por ejemplo, “la perra gruñona que ladra a su amo”, “importante en la charla vacía de los tontos”, “la multitud de las cabezas excesivamente sabias”, “los pensadores sutiles porque son pobres”, y mil otras señales de este antagonismo. No obstante, quede dicho que, si la poesía imitativa y dirigida al placer puede alegar alguna razón por la que es necesario que exista en un Estado bien gobernado, la admitiremos complacidos, conscientes como estamos de ser hechizados por ella. Pero sería sacrílego renunciar a lo que creemos verdadero. Dime, amigo mío, ¿no te dejas embrujar tú también por la poesía, sobre todo cuando la contemplas a través de Homero?

  2. —Sí, mucho. (República X, 607b-c-d)

Del mismo modo en que, como vimos antes, la literatura quedaba excluida de la academia por su incapacidad deductiva, ahora tenemos que la literatura (su proceso de construcción, sus temas, su direccionalidad) se encuentra también determinada por la vida de la República.

Para exponerlo de otra forma, la posibilidad de permanencia de la poesía imitativa en la República no parece zanjarse por lo que la poesía tiene de suyo. No hay en la contienda por esta permanencia un lugar para el discurso específico de la poesía, para su propio litigio y defensa, para la vindicación de su propia fuerza. La verdad del procedimiento estético (es decir, la ‘imagen’) está aquí siempre determinada por una verdad externa y que le excede, la verdad política de la polis y las necesidades pedagógicas y educativas del Estado.

Esta deriva, salvadas las distancias, hizo eco en dos grandes tradiciones de pensamiento que abordaron la problemática del arte. Una de ellas es la aristotélica. En el diagrama aristotélico, que se juega en las lides de lo volitivo y del êthos, el arte es donde acontece la expurgación de los placeres, la catarsis. La presentación armonizada (lo dionisíaco a través de Apolo, según Nietzsche) de dos emociones centrales, por lo general desordenadas, como lo son el temor y la compasión, se purifican en la obra de arte en lo que tienen de excesivo provocando, a partir de su armonioso diálogo, el placer. La otra es cierta tendencia en la tradición romántica. En el romanticismo alemán la verdad del arte designa ya no necesariamente la posibilidad de su autonomía relativa, ni tampoco su sujeción a otras formas del discurso, sino más bien su obligatoria posición jerarquizada. En el romanticismo la verdad del arte es la verdad de la autoconciencia del hombre, la concreción de la máxima kantiana (sapere aude) como instancia dominante del juego de las esferas, la que abre el período de la adultez del hombre. En Schiller, y por obra de lo bello, “el hombre adquiere el vigor necesario para elevarse por sobre la finitud de los estímulos y de los fines materiales hacia el punto de mira de lo incondicionado, el de la autoconciencia pura” (Schiller, Cartas 36).

La tradición platónica, a diferencia de la aristotélica y la romántica, no le ofrece al arte la posibilidad de su desarrollo autónomo y libre, y así termina por encontrarle, como dijimos, un espacio específico. Así, y del mismo modo en como ocurrirá con la literatura medieval, los comentarios acerca de los textos literarios ponderarán por sobre todas las cosas el contenido moral, filosófico y religioso, en cuanto se sobreentenderá que la literatura tiene menos que ver con el ‘delectare’ que con el docere. En cuanto el régimen de movilidad autónoma de la literatura (en su creación y desarrollo) es limitado, y en cuanto la regla del arte será siempre importada desde el discurso de la conformación del Estado, el de la comunidad y el de la moral, los juicios estéticos que se realizarán sobre expresiones literarias particulares estarán siempre atravesados por una valoración ética.

8. Conclusiones

En el diagrama contemporáneo de las ciencias sociales, en donde la triangulación metodológica y filosófica tiende de a momentos a desdibujar los límites ‘objetuales’ de la práctica científica, es necesario volver a redefinir nuestras hojas de ruta, nuestras preocupaciones y objetivos teóricos. En este contexto, volcarnos a una mera reconstrucción historiográfica (de corte historicista) que pueda resumir las tendencias de aquellos discursos que abordaron el problema de lo literario, nos parece, cuando menos, improductivo. A pesar de que los aportes que la tradición historiográfica ha brindado a la teoría literaria son incalculables, creemos —toda vez que tengamos como inquietud teórica revisar no solo aquello que entendemos por literatura sino también por teoría literaria—, que una reconstrucción epistemológica de la historia de los discursos acerca de la literatura se ha vuelto indispensable.

Las consideraciones que enumeramos a lo largo de este trabajo no pretenden ser bajo ningún punto de vista perentorias. En todo caso, se presentan como un conjunto de líneas de fuga dispuestas a ser recorridas, en algún futuro, con la seriedad que ameritan.

Hasta aquí hemos logrado constatar algunos puntos de relevancia.

En el primer movimiento abordamos la teoría del conocimiento. Aquí pudimos abordar el problema de la relación entre el máthema y el poema como dos prácticas específicas que en el marco de un programa de reflexión gnoseológica toman roles determinados. Pudimos reconstruir algunas de las características del poema en tanto que poema: el arte, como práctica mimética, abordaría las cosas tal como parecen y no tal como son, de lo que deriva que el arte sea imagen de lo verdadero, y, por tanto, ‘no lo real’, sino aquello que es ‘verdaderamente imagen’. El arte, entonces, tanto en Platón como en otros pensadores y filósofos, sí tiene un estatuto ontológico definido; sin embargo, este estatuto, al menos en el marco de una teoría del conocimiento, es inoperante frente a la capacidad del pensamiento dialéctico. En el segundo movimiento, la teoría del lenguaje, vimos un procedimiento similar. La materialidad con la que trabaja la poesía —el lenguaje— es reconocida en su especificidad y autonomía (puesto que pone forma y palabra a un espacio de sentido, con el cual no se identifica, ‘ya siempre allí’). A pesar de ello, el ‘uso’ que hace de la lengua la poesía se encuentra determinado por las disciplinas de la Gramática y la Poética. La poesía, pues, es abordada como ‘verdaderamente imagen', como espacio ‘real’ del discurso que ‘se acerca a’ e indica las cosas del mundo, pero que no encuentra en sus propios mecanismos o procedimientos los elementos de su propia autonomía. En el tercer movimiento, el de la teoría ético-política, la especificidad y el uso libre del arte es suprimido por la necesidad teórica de la comunión política (bajo las figuras que giran en torno a la idea del docere).

Hasta aquí los tres espacios de la filosofía a los que nos venimos refiriendo (teoría del conocimiento, teoría del lenguaje y teoría ético-política) han cercado una posible positividad ontológica y creativa del arte en nombre de una práctica ‘utilitarista’ que logró proteger el discurso de poder de la filosofía. Lo que intentamos, en todo caso, fue dar cuenta de este problema a partir de tres espacios de sentido que dinamizaron discusiones esenciales en la filosofía antigua y medieval (y también renacentista), y que a pesar de su olvido o su desestimación cultural no han dejado de intervenir, al menos de forma lateralizada y diagonalizada —y siempre con un nivel de influencia distinguible— sobre los discursos contemporáneos acerca de la filosofía, y en estricto, de la teoría literaria. Qué sucede, nos preguntamos, si el discurso prescriptivo que se ha realizado sobre las obras literarias refiere menos al campo de la literatura en tanto que tal, es decir, a la serie literaria —que si bien mantiene relaciones con lo real histórico no deja de tener su propia historia— que a los discursos que la circundan; qué sucede, decimos, si la discusión acerca de la poesía no brota ‘desde adentro’ de la literatura sino más bien desde su exterior, haciendo que la discusión acerca de su especificidad haya sido impuesta, de forma espiralada y centrípeta, desde la misma teoría filosófica, y para ser más específico, desde los primeros comentarios que se dieron acerca de este discurso ‘rebelde’ que es el discurso literario. Queda entonces observar si la historia de la reflexión acerca del arte es una historia que contempla el carácter autotélico de la obra de arte, o si bien este carácter autotélico no es sino un orden impostado e impuesto de forma externa. En otras palabras, queda observar en qué medida el comentario filosófico acerca del arte le ha otorgado al arte un espacio autónomo de deliberación y trabajo, o si más bien el comentario filosófico, independiente de la tarea que efectivamente realiza el arte, ha cercado y delimitado su procedimiento.

Este problema es algo que nos interesa hace tiempo. En el trabajo de nuestra autoría que todavía no ha sido publicado, y que lleva el título de “Singularidad e inmanencia: la verdad de y en la literatura en el romanticismo, el marxismo y el psicoanálisis”, abordamos el problema de la posición que ocupaba la ‘verdad’ —a partir de las categorías de singularidad e inmanencia de Alain Badiou— en las obras de la literatura. Allí vimos que la literatura pocas veces figura, en estas tres tradiciones del pensamiento (romanticismo, marxismo y psicoanálisis), como un discurso específico que se afirma en su positividad de forma autónoma y por fuera de toda conminación extrínseca. En el caso del romanticismo vimos por ejemplo que la verdad es una verdad definitivamente consustancial a la estructura y al contenido de los textos, pero que sin embargo no es en última instancia auténtica pues puede verse replicada en múltiples esferas de la práctica (puesto que no se trata de ‘una’ verdad sino de ‘la’ verdad del Absoluto); vimos cómo en el marxismo la literatura siempre produce una forma de pensamiento exclusivamente singular a través de procesos de objetivación que solo le corresponden a ella (lo que posibilita el estudio de los “modos de producción artísticos” de forma relativamente independiente al debate sobre la economía), pero que sin embargo la verdad a partir de la cual se funda toda posibilidad de representación es siempre externa al campo del arte (la verdad de la historia y la política); vimos por último cómo en el caso del psicoanálisis —al excluir del debate la posibilidad de un goce estético y no moral— la literatura funciona en primera instancia como un reservorio de casos (exempli gratia), haciendo de los enunciados de la literatura múltiples avatares y representaciones de la neurosis, y en segunda instancia como un suplemento de la instancia analítica, cuyos efectos ya se encuentran prefigurados de antemano.

Ni en aquel trabajo ni en este defendemos la idea según la cual la literatura debiera ser capaz de definirse a sí misma, en su procedimiento e historia; en todo caso, lo que nos interesa es observar las implicancias epistemológicas, culturales y políticas del ‘uso’ ideológico/teórico/filosófico del arte. Creemos que la influencia de este tipo de sujeción no ha sido debidamente estudiada. Incluso en los tiempos de la modernidad en donde el arte obtuvo a través del aporte kantiano cierta forma de autonomía (y más tarde con su deriva formalista y estructuralista), esta perspectiva utilitarista del ‘uso’ de la literatura no dejó de tener marcadas influencias en el campo intelectual. Creemos también que esta relación entre la filosofía y el arte, que no es más que una relación de determinación de la práctica por la teoría, sigue presente en múltiples tradiciones teóricas del siglo XX (siglo en el que se instituye como tal la teoría literaria) que, aun en los tiempos que corren, determinan de forma invisible nuestro propio trabajo sobre la literatura. Desandar ese camino es una tarea ardua y larga. Ahí vamos.

Referencias

Althusser, L. (2015). Iniciación a la filosofía para los no filósofos. Buenos Aires: Paidós.

Badiou, A. (2010). Pequeño manual de Inestética. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Bayer, R. (1986). Historia de la estética. México: Fondo de Cultura Económica.

Platón (1986). República. C. Eggers (trad.). En Diálogos IV (pp. 201-243). Madrid: Gredos.

Platón (1992). Crátilo. J . L. Calvo (trad.). En Diálogos II (pp. 339-461). Madrid: Gredos.

Schiller, F. (1795). Cartas sobre la educación estética del hombre. Martín Zubiria (trad). Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo.

Tatarkiewicz, W. (2001). Historia de seis ideas: arte, belleza, forma, creatividad, mímesis experiencia estética. España: Tecnos.

Viñas Piquer, D. (2002). Historia de la crítica literaria. Barcelona: Ariel.

Notas

1 Al respecto, Agustín, por ejemplo, sostendría que si el arte en efecto ha de imitar, que imite entonces el mundo invisible, que es perfecto y eterno; y más aún, que si el arte ha de imitar solo aquello sensible que entonces busque en ese mundo concreto las huellas de la belleza eterna. Esta fue también la opinión de Miguel Ángel, Torquato Tasso, Danti y Vasari (Tatarkiewicz, 2001, p. 308), que intentaron desarrollar una teoría del arte bajo la suposición de que 1) la contemplación creativa jamás es pasiva, sino más bien propia de una voluntad cognoscente que busca ‘descifrar’ la naturaleza, y 2) que, debido a esta individualidad cognoscente y penetrante, el arte tiene la posibilidad de ser más perfecto que el objeto del que es reproducción, esto es, la naturaleza.
2 Para el texto de Platón usaremos la traducción de C. Eggers Lan (Platón, 1986) y la de J. L. Calvo (Platón, 1992). Citaremos los pasajes siguiendo la nomenclatura de Henricus Stephanus.
3 Una de las aristas de la contienda infinita entre la poesía y la filosofía se hace legible a partir del material con el que ambos procedimientos tratan. En tanto es imposible para el “alma” omitir opiniones contrarias sobre lo mismo, Platón sostiene que la parte que opina según el medir, el contar y el pesar no puede ser la misma que la que imita, en cuanto no es capaz de ofrecer un discurso verdadero sobre la bondad o maldad de las cosas que representa. Mientras la filosofía contempla lo que es común a todas las cosas, la poesía se vuelca hacia las dolencias de la naturaleza, hacia la representación de lo que para la multitud pasa por bello, en suma, hacia la dóxa; mientras el alma se eleva en la búsqueda de la diferencia específica como la razón de las cosas, la poesía imitativa lleva a cabo su práctica siempre en el estado de eikasía (analogía, conjetura).
4 El libro II de República se abre, sin preámbulos, con la pregunta por la crianza y la educación. Después de haber enumerado y descrito brevemente las características y ventajas de la gimnasia y la música en la enseñanza, Sócrates intenta establecer una distinción fugaz entre aquellas narraciones (siempre por ahora musicales) falsas y aquellas verídicas. Habría que precavernos, nos dice Sócrates, de aquellas que dan con palabras ideas falsas de la naturaleza de los héroes y de los dioses, del mismo modo en que un pintor cuyo retrato no tenga ninguna similitud con el modelo que imita (Platón, República II, 357 en adelante). Nos interesa esta afirmación en tanto se encuentra casi de forma premonitoria en los umbrales del texto. La explicación de su relevancia será llevada a cabo en las próximas páginas. Así, en la medida en que constituye la clave de nuestra lectura, y a pesar de su extrañeza, adelantaremos el primer axioma socrático en referencia a la poesía: en orden a desarrollar una educación a la altura de los requerimientos de la polis, la exclusión de las fábulas referidas a la titanomaquia y a la teomaquia deben ser censuradas, en tanto tienden a presentar de manera violenta y despótica a los dioses, lo que genera confusiones al alejarse de los modelos didácticos convenidos.

Recepción: 06 Octubre 2021

Aprobación: 05 Diciembre 2021

Publicación: 01 Agosto de 2022

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